De repente me marco una norma.
Arbitraria, gratuita.
No pisar las baldosas negras, por ejemplo.
Eso que al principio es un juego,
si lo repito a lo largo de mucho tiempo
se convierte en una ley
cuyo incumpliento me inspira pavor.
Creo firmemente
que si piso una baldosa negra
todas las desgracias se abatirán sobre mi.
Y no importa que sepa que empezó siendo un juego.
Tampoco importa que mi sentido común
me diga que las baldosas negras
no tienen ningún poder sobrenatural.
El miedo está ahí.
Y no es un juego.
Y tiene mucho poder.
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